La familia y los amigos de Rubén Darío Echeverry, asesinado el 19 de noviembre de 2010, se reunieron este miércoles a las 10 en Tribunales. Por el hecho, fue juzgado y absuelto un hombre, y la causa se encamina a su archivo.
Inés Sarasibar tiene 66 años y desde 2010 atraviesa una situación tan dolorosa como indignante: alguien mató a su hijo, Rubén Darío Echeverry, y nadie sabe quién fue ni por qué lo hizo. Por eso, y con el objetivo de que la causa se encamine finalmente a su archivo, junto a su familia y a los amigos de la víctima decidió realizar una protesta en Tribunales, este miércoles desde las 10 de la mañana.
“Queremos justicia. No estoy bien… Yo soy una señora mayor y no voy a permitir más que me tomen el pelo. Son 12 años de peregrinar por todos lados pidiendo justicia, nunca tuvimos una respuesta, nunca nada. Nunca supimos quién fue el asesino, por qué lo hizo, nada…”, explica en diálogo con el medio LA CAPITAL.
El homicidio del que habla Inés, el de su hijo, el que está impune, ocurrió el 19 de noviembre de 2010. De acuerdo a los datos que pudieron recabar en el marco de la investigación que llevó a cabo el fiscal Juan Pablo Lódola, el joven de entonces 26 años, que usaba lentes y pelo largo con rastas, salió de su casa de Carasa al 5200 y comenzó a caminar hacia la procesadora de Gianelli al 1000 a la que concurría para trabajar como filetero cada vez que lo convocaban.
Eran las 2.30 y la única escala debía ser a mitad de camino, en la vivienda de unos familiares que también trabajaban para la misma empresa. Echeverry, que había pertenecido a las filas del movimiento scout y que cumplía con normalidad sus responsabilidades y compromisos, hizo a pie dos cuadras y al llegar a Fleming al 1700, entre Soler y Arana y Goiri, fue interceptado por alguien.
Se desconoce el nudo de ese encuentro pero sí el desenlace: Echeverry recibió dos puñaladas en el tórax de parte de su agresor que, sin dejar rastro alguno, huyó del lugar.
Herido de muerte, Echeverry alcanzó a llamar por teléfono a los familiares que lo esperaban, un primo y un cuñado. Pero esa comunicación tuvo por contenido solo un balbuceo: Echeverry perdía el conocimiento y la sangre a cada segundo.
Los parientes primero creyeron que se había tratado de esas llamadas que se activan accidentalmente y entonces no se preocuparon. Pero al pasar el tiempo sin que llegara Echeverry salieron a buscarlo. Empezaron a sospechar que algo había sucedido. A las pocas cuadras lo encontraron tendido en el piso, ya casi sin vida. Pese a que intentaron reanimarlo poco fue lo que pudieron hacer y finalmente lo vieron morir desagrado.
El fiscal Lódola encabezó una investigación que, desde su mismo inicio, no abrigó grandes expectativas: la escena del crimen era una escena “limpia” como para poder dar con algún detalle revelador. El móvil del ataque tampoco estaba claro, porque junto al cuerpo de Echeverry se encontraron todas sus pertenencias. El teléfono celular y la billetera, bienes preciados en un robo callejero, permanecían allí.
La única opción que se manejó como factible pasó a ser la de una venganza, naturalmente basada en un conflicto previo. Pero Echeverry no tenía problemas o enemigos. Se trataba de un joven querido y que se había concentrado en trabajar intensamente para reunir el dinero que su mudanza demandaba. En los meses siguientes tenía previsto formar pareja con su novia.
En suma, no hubo testigos. Salvo un vecino que escuchó algunos ruidos y gritos vio el final de la secuencia, cuando el agresor escapaba, pero su aporte fue mínimo.
Para los investigadores ni siquiera quedó la esperanza en algún casquillo, en un proyectil, en un informe balístico. No hubo ADN precipitado sobre las prendas de vestir de Echeverry. Tampoco hubo huellas para levantar. Apenas dos heridas clasificables para la ciencia forense pero lejos de cualquier posibilidad de asociación con quien las causó.
Sin embargo, a pesar de ello, un sospechoso fue detenido y llegó a juicio, aunque resultó absuelto. Desde antes de ese proceso y hasta ahora, el Ministerio de Seguridad bonaerense ofreció una recompensa económica a quien pudiera ofrecer datos para esclarecer el hecho, pero nadie se presentó.
“Agarraron a un pibe que se le hizo un juicio y que salió inocente. Para mí también era inocente: es un vecino, no era amigo de Rubén pero sí se hablaban, se conocían. La verdad es que creemos que agarraron un perejil para taparse porque no saben hacer un trabajo como corresponde”, explica hoy Inés.
Y continúa: “Pero nosotros queremos que la persona que se llevó a mi hijo y que nos cargó de tanto de dolor y de tanta tristeza, vaya a la cárcel para que mi hijo descanse en paz”.
La entrevistada reconoce que Lódola la recibió en varias oportunidades mientras era titular de la Fiscalía Nº 7 y que hasta le dijo que, de acuerdo a su presunción, Echeverry había sido víctima de una equivocación. Es decir, el blanco equivocado por el asesino. Pero no logró ir más allá y el caso recayó en otros dos instructores judiciales y, luego, en el olvido.
“Nunca nos quisieron atender y siempre fuimos una familia que tratamos de hacer las cosas como corresponde, las cosas bien, con respeto… Pero hoy nos damos cuenta de que eso no sirvió. Y estamos tan enojados que nos vamos a plantar en Tribunales hasta que algún fiscal nos atienda porque esto es una falta de respeto no sólo a nosotros sino a la memoria de mi hijo”, agrega Inés.
Y concluye: “Para ellos la causa de mi hijo es un legajo más. Nadie se comunica con nosotros, nadie nos dice nada… Siempre que voy a la fiscalía tienen una excusa y me dicen que el fiscal no me puede atender, todo así. Mientras sigue habiendo un asesino suelto en la ciudad. Y por eso decidimos hacer esta concentración ahora, porque ya nos cansamos”.